ES DE AYER, pero no había leído este breve artículo de Alfredo Abián; el subdirector de La Vanguardia sigue sembrado:
Las palabras y los conceptos están perdiendo significado. Corremos el riesgo de que dentro de poco ni siquiera sepamos cómo comunicarnos por temor a herir ese buenismo literario, esa cursilería semántica que parece empeñada en no llamar a las cosas por su nombre. La designificación del lenguaje, denunciada antaño por Vázquez Montalbán, sigue cabalgando. Hubo un tiempo en el que los terroristas se jactaban de serlo; fue a finales del siglo XIX y sus actores se consideraban vanguardia revolucionaria rusa. Ahora, cualquier personajillo vasco, vasca o todo lo contrario pone una bomba en los accesos a Madrid y puedes llamarle cualquier cosa, incluso cretino, antes que terrorista. Es más, su estupidez explosiva -de escasa intensidad y sin víctimas, por supuesto- hay que interpretarla en clave pacificadora. Curioso ejercicio. Y por si no tuviéramos bastante dificultad en cómo abordar la prosopopeya etarra, el presidente Rodríguez Zapatero ha propuesto modificar el artículo 49 de la Constitución para sustituir disminuido por discapacitado. Lamentamos no conocer a ningún cojo, sordo, ciego o esquizofrénico que prefiera presentarse como discapacitado o disminuido físico, sensorial o psíquico. De la misma forma que el pasar hambre no puede encubrirse bajo el funcionarial concepto de tener hábitos alimentarios precarios. Las palabras no cambian la realidad, aunque es cierto que en ocasiones las carga el diablo.
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