sábado, enero 08, 2011

QUE EL GOBIERNO se plantee financiar terapias para dejar de fumar no es sólo un despilfarro, sino algo que hace el prohibicionismo algo aún más injusto y arbitario. La actual ley anti-tabaco se basa en que fumar es una decisión libremente elegida por las personas, decisión que pueden abandonar a base de multas y restricciones como hablar por teléfono mientras se conduce, o ir a 180 por la autopista. Pero financiar las terapias para dejar de fumar supone ver a los fumadores como enfermos, para quienes el hábito está fuera de su control. Lo que hace cuando menos moralmente cuestionable que se les castigue por no abandonarlo, porque una enfermedad no sólo no se puede eliminar de un plumazo, sino que en la mayoría de casos se sufre aun cuando el enfermo desearía no padecerla.

Si de lo que se trata es de evitar el daño a quienes están a su alrededor (perfectamente evitable, pero esa es otra cuestión), ¿debería prohibirse entonces a las personas que accedieran a establecimientos públicos hasta que no demostraran que no padecen, por ejemplo, una enfermedad infecciosa (podrían contagiar la gripe a personas sanas a su alrededor, que se convertirían en "griposos pasivos")? ¿Qué ocurre con quienes padecen hepatitis? ¿O debe pedirse a quien entra a un bar un certificado médico que pruebe que beber alcohol no le va a desencadenar un brote psicótico que le convierta en violento?

Con estas cosas se sabe dónde se empieza, pero no dónde se acaba. O precisamente sí...