Una cosa es que por naturaleza el ser humano sea social, que necesitemos del grupo para sobrevivir, y otra que acabemos siendo secuestrados moralmente por el pensamiento colectivista. Claro que llevamos impresa en nuestra naturaleza la tendencia al intercambio, la reciprocidad: de hecho, ha sido una de las llaves de nuestra supervivencia. Claro que hemos aprendido a defender al débil y ayudar al que no tiene sin que nadie nos obligue. Pero en lo que hemos acabado es en dejarnos imponer una moral que premia al que no se esfuerza, al que no ahorra, al que no vive dentro de sus posibilidades.
Y no solamente eso. Nuestros gobiernos se han comportado siguiendo ese mismo criterio. Así que gobernados y gobernantes se han dedicado a gastar lo que no tienen y a vivir por encima de sus posibilidades. Pero ¿cómo se sabe cuáles son tus posibilidades más allá de lo que dicta el equilibrio presupuestario?
La clave está en la competencia.
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