lunes, enero 16, 2012

POSIBLEMENTE la lectura del día: Comunicándose con Nemo, de Cristian Campos. Duro. Una muestra:

Lo segundo en lo que pensé es en lo difícil y crecientemente incómodo que me resulta desde hace algunos años hablar de política con mis conocidos de izquierdas. No creo que sea casualidad que ese período de incomodidad coincida, casi al minuto, con el zapaterismo y su filosofía política, ese agujero de gusano abierto por la izquierda en el tejido espacio-temporal de este país y que nos ha llevado a los españoles de vuelta a los años 70 de una patada cuántica en el culo. Y sé que soy generoso llamando filosofía política a ese magma de vergonzoso oportunismo, corrección política beata, atroces carencias intelectuales, incoherencia a tutiplén, disparates de tebeo, meapilismo radical, sectarismo maoísta, naderías oligofrénicas y ocurrencias de bombero. Pero de alguna manera hemos de entendernos.

Creo que he averiguado el porqué de esa incomodidad. Desde hace relativamente poco soy consciente de que cuando hablo con alguien de izquierdas, estupidizo mi discurso de forma instintiva para que la conversación no desemboque en un diálogo de besugos beodos. Para que mi interlocutor me entienda, en definitiva. Es un esfuerzo casi siempre agotador y raramente productivo, ese de restarle gravitas a tus razonamientos por deferencia hacia tu oponente. Salvando todas las distancias, es lo mismo que hacemos los adultos cuando intentamos comunicarnos con un niño de tres años. Vocalizamos lenta y nítidamente, utilizamos un vocabulario escaso y elemental, teatralizamos nuestro discurso para apoyarlo en la gestualidad y el tono de voz, recurrimos a construcciones gramaticales de sota-caballo-rey y, sobre todo, binarizamos las relaciones causales para no dejar zonas grises abiertas a la libre interpretación de nuestro interlocutor (sartén-sobre el fuego-quema / sartén-en el armario-no quema). Por supuesto, los niños no son en absoluto conscientes de que al hablar con ellos estamos reduciendo la amplitud, la altura, la profundidad y la densidad de nuestro razonamiento. Tampoco son conscientes de que no estamos en realidad dialogando con ellos, sino comunicándonos, que es algo muy diferente (el diálogo se produce entre iguales intelectuales, mientras que la comunicación es todoterreno). Para los niños, lisa y llanamente, ese es el nivel. El suyo y el de todos. Es todo lo que conocen, y no hay más. No hay estratos intelectuales superiores porque ni siquiera conciben que exista algo más allá de su realidad neta. Como el pez que no tiene ni la más remota idea de lo que es el agua porque se ha pasado la vida sumergido en ella. ¡Ándale a ese pez con la idea de que está rodeado de millones de moléculas formadas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno!

Así que esa es exactamente la sensación que tengo cuando hablo con mis conocidos de izquierdas: la de estar frente a un pez sumergido en una realidad que desconoce. Un pez que no sólo no sabe, sino que no sabe que no sabe. La historia del siglo 20 es la de las fuerzas del progreso nadando en un medio que ignoran y cagándose en él mientras el conservadurismo liberal se dedica misericordiosamente a cambiarles el agua de vez en cuando para evitar que acaben ahogándose en sus propias heces. El medio que la izquierda desconoce es el de la naturaleza humana. Y su afición a cagarse en el agua en la que nadan alude a esas modas retrógradas con las que periódicamente nos sorprende el progresismo. La última de ellas consiste en poner en duda la mismísima democracia representativa. O lo que es lo mismo, la legitimidad de los representantes políticos votados por millones de ciudadanos en beneficio de apenas un par de miles de manifestantes espontáneos sin oficio ni beneficio ni mérito intelectual alguno. Porque a veces da la sensación de que la izquierda sería capaz de agarrarse a literalmente cualquier cosa con tal de no reconocer su derrota histórica.

En serio, leedlo entero.