En instantes álgidos de crisis económica, cuando el barómetro del ánimo colectivo baja, es cuando se notan las disfunciones de una administración que se empeñó en replicar simbólicamente formas políticas medievales o imitar inconscientemente rasgos del modelo francés. O, simplemente, reproducir a precio costoso la denostada administración del Estado. Del mismo modo, dicho sea de paso, en plena crisis es cuando uno se da más cuenta de que demasiadas bicicletas de Barcelona no se paran cuando el semáforo está en rojo.
Ahora se constata que hubiese sido más útil adaptar para Cataluña modelos tan sucintos y transparentes como el suizo o el escandinavo. Se prefirió reclamar el máximo de competencias posibles, en imitación del Estado, emulando excesos de protocolo para no ser menos, cuando en realidad, siendo conveniente cierto empaque institucional, lo que legitima verdaderamente es la gestión eficaz, transparente y comedida en el gasto público. Seguramente, a la ciudadanía de Cataluña le hubiese convenido más asemejarse a la gestión de lo público de Dinamarca. Muy al contrario, se imitó, si no se duplicó, la tan malquerida formación de la administración pública del Estado.
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