[Actualizado 3 veces] ME PREGUNTO qué es lo que estarán votando los que respondan “sí” a la primera pregunta y “no” a la segunda. ¿Cuál es la diferencia entre “Estado” y “estado independiente? ¿Es posible querer ser un Estado —“en mayúsculas”, dijo enfáticamente Mas, cuando quería decir con la inicial mayúscula— pero no independiente? ¿Supone eso que se quiere ser una especie de estado libre asociado, tipo Puerto Rico? Porque hasta cierto punto uno puede irse, pero si pretende asociarse con alguien de manera distinta a como lo está ahora debe hacerlo con previo acuerdo con aquél con el que pretendes asociarte, ¿no? Es como dirigirse a alguien y decir: “yo quiero ser socio contigo en una empresa” y pretender que sólo por ello el otro va a decir que sí. “It takes two to tango”, como suelen decir los anglosajones.
Legalidades aparte, esto parece algo sacado de La luna es una cruel amante, de Robert Heinlein: un gesto para generar una reacción en el otro lado que provoque antipatía en este hacia aquéllos. Lo que no suele ser demasiado difícil, porque los unionistas tienden a sobrerreaccionar...
Sobre todo lo digo porque si realmente fuera una decisión sustantiva habrían puesto una fecha anterior al referéndum escocés, para prevenir el efecto pinchazo del “no” que, según todas las encuestas, va a salir allí.
ACTUALIZACIÓN. Juan José Toharia:
Desde el punto de vista exclusivamente técnico, las dos preguntas que ha consensuado Artur Mas con las formaciones que respaldan su proceso soberanista son malas: pretendiendo ser rotundas y precisas, resultan, en realidad, ambiguas y equívocas. Y, por lo tanto, si finalmente se usaran, no permitirían saber con indiscutible claridad lo que quienes las respondan habrían querido decir. Por ejemplo, en su actual formulación, estas preguntas no serían de recibo en un estudio demoscópico que aspirase a ser razonablemente honesto y veraz.
En la primera pregunta (“¿Quiere usted que Cataluña sea un Estado?”), la opción de ser un Estado se contrapone a la opción de ser... algo que no se dice y que se da por sobrentendido o que se deja a la imaginación de cada cual. La pregunta resulta así desequilibrada y, por tanto, sesgada: propone una opción entre algo que sí se explicita y algo que, en cambio, no se menciona y que queda en nebulosa. Es decir, incurre precisamente en lo que los manuales sobre el arte de preguntar advierten que no debe hacerse nunca —salvo que lo que se pretenda sea un mero ejercicio de ventriloquía—: que a los preguntados no se les presenten, en estricta igualdad de condiciones, las opciones que se contraponen.
La segunda pregunta (para la que la primera actúa de filtro) incurre exactamente en el mismo defecto (potenciado por la redundancia en el mismo, como con frecuencia ocurre cuando se secuencian errores). Aquellos que en la primera pregunta hubieran optado por que Cataluña sea un Estado en vez de no-se-sabe-muy-bien-qué, se encontrarían con una segunda disyuntiva asimismo incompleta y, por tanto, igualmente pseudodisyuntiva: “¿Quiere que sea un Estado independiente?”. Lo que connota la opción afirmativa a esta nueva pregunta queda razonablemente claro; pero ¿a qué es a lo que exactamente se estaría contraponiendo esta opción? ¿En qué cabría entender que estarían pensando quienes decidiesen responder “no”? Una vez más, la claridad frente a la nebulosa, una oferta concreta frente a otra innominada.
Por otra parte, los manuales (y sobre todo, la experiencia demoscópica, que es tan amplia como rotunda) enseñan que las preguntas con respuesta tipo si/no deben ser redactadas con sumo tacto y cuidado, pues resulta menos oneroso, psicológicamente, para el ciudadano medio conceder que negar, aceptar que rechazar, admitir que condenar, afirmar que negar. Quizá sea por azar, pero no deja de ser llamativo que las dos respuestas que van en el sentido que los sectores soberanistas desearían ver apoyado sean, ambas, un sí.
De azar nada, es evidente que siempre se pone la alternativa que se pretende favorecer en la respuesta del sí. Recordad el referéndum de la OTAN, que preguntaba si se quería permanecer en ella, que era lo que el gobierno de Felipe González deseaba (tras haber dicho aquello de “De entrada, NO” estando en la oposición).
ACTUALIZACIÓN II. Xavier Vidal-Folch:
La pregunta conocida ayer, tras meses de mareo monotemático, acusa dos graves deficiencias. Una es su estructura interna. No plantea opciones distintas, sino un encadenamiento que conduce lógicamente a la prevalencia de la secesión. En efecto, la primera parte inquiere sobre la preferencia porque Cataluña sea “un Estado”, a lo que en principio asentirían no solo los independentistas sino también los partidarios de las federaciones de Estados (federados), los admiradores de las construcciones confederales y los subyugados por la ambigua formulación de un Estado “propio” (que tanto puede ser uno unitario cuanto otro segregado), y todos los mediopensionistas. El valor polisémico del concepto agruparía, pues, a un cuerpo social muy poliédrico. Y a partir de recogerlo todo, enteramente (como en las buenas aplicaciones de los partidos políticos catch all) se le desliza con aparente naturalidad, al modo de la secuencia de una bola de nieve en descenso, a la segunda cuestión, si ese Estado debe ser independiente.
La otra dramática deficiencia estriba en que, a diferencia del caso de Reino Unido-Escocia, las cuestiones esenciales del formato, esto es, el tenor de la pregunta y el calendario, no son el resultado de un pacto entre las distintas partes implicadas, sino producto de una decisión unilateral. Es un desaguisado, porque consagra y solemniza la cesura, sin haber agotado todas las vías de entendimiento posible. La responsabilidad de este percance recae sobre los dos nacionalismos en acción, el catalán y el español. Sobre este último, porque el Gobierno del PP no solo ha sido incapaz de formular alternativas, sino siquiera de aceptar metodológicamente el principio democrático de dirimir la discordancia mediante las urnas. ¿Con qué formato que no rozase derechos de todas o de una de las partes?, se dirá. Con el que fuese resultado de un diálogo estructurado y de una negociación honesta, encajable en la Constitución leída abiertamente y con opción a opinar, antes o después, de todos. ¿A la británica? O a un modo parecido.
Desde el lado de la coalición nacionalista-independentista catalana (básicamente CiU-Esquerra) el llamado “proceso” que en estas horas registra una alta temperatura agitatoria, ha registrado unos acusadísimos déficits democráticos en relación con los ciudadanos de Cataluña. Hoy conviene precisarlos con más detalle que el comportamiento antes resumido, porque la cuestión candente es la de la pregunta, tan tributaria del recorrido anterior. Son estos:
— Se ha reivindicado un referéndum que solo aparentemente versaba “sobre” la “independencia”. De hecho, se ha ido configurando como un referéndum “por” y “para” la “independencia”. El Gobierno autónomo ha actuado de hecho presumiendo una respuesta favorable a la separación, contra el ejemplo británico-escocés de total respeto a la situación existente mientras no se operase su modificación (cláusula rebus sic stantibus). Ha puesto en pie, y proclamándolo abiertamente, “estructuras de Estado”, propias de un Estado independiente. Y ha establecido un “Consejo de Transición nacional” de expertos y asesores en su abrumadora mayoría partidarios de la independencia, que marca las pautas y las opciones, tanto más que del referéndum, del camino a la secesión.
— Ha habido una diferencia abismal entre la veracidad empleada y la lealtad practicada respecto a los electores entre los partidos de Gobierno, en Escocia y en Cataluña. El Scottish National Party ha jugado limpio en un asunto fundamental: ha propuesto en dos ocasiones en su programa electoral la celebración de un referéndum sobre la independencia; ha ganado las elecciones en ambas ocasiones; y en la segunda, con mayoría absoluta. Mientras, la coalición nacionalista catalana en el poder no ha utilizado jamás en la historia, jamás, el concepto “independencia” en sus programas electorales. Pero la ha balizado con subterfugios y sucedáneos. Y ahora patrocina una improvisada precipitación hacia ella.
— El Gobierno de la Generalitat ha utilizado masivamente un lenguaje ambiguo conducente a la confusión de los ciudadanos, con el resultado de minimizar la seriedad e importancia del proceso. No se hablaba de “autodeterminación” o de “convocatoria de un referéndum”, sino de “derecho a decidir” y de celebración de una “consulta”. Apenas se mencionaron los conceptos “independencia” o “separación”, reemplazados por el menos conflictivo y más amable de “soberanía”. No se aludía, hasta hoy, a un “Estado separado”, ni siquiera a un “Estado independiente”, sino a un “Estado propio”, que podría ser común al del conjunto de los españoles, o particular para los catalanes.
— El Gobierno autónomo ha ocultado, minimizado o ignorado las consecuencias eventualmente negativas (o que puedan ser percibidas como negativas por la población) de un proceso independentista: la exclusión (incluso momentánea) de Naciones Unidas; la marginación de la Unión Europea y la necesidad de una petición de ingreso y de un proceso de negociación para la adhesión, con el requerimiento de la (problemática) unanimidad de todos los Estados miembros (como acaba de reconocer el Gobierno escocés); la exclusión de la unión monetaria (escudándose en el argumento inane de que se usaría el euro); los eventuales efectos de una desviación de comercio (intraespañol e intraeuropeo) y de una eventual reposición de otras barreras…
— La masiva utilización de los medios públicos de información como canales de propaganda unidireccional, hasta el punto de que la propia televisión pública autonómica se ha convertido en convocante activo de los eventos de movilización y agitación proindependentistas, principalmente manifestaciones y conciertos (con coberturas técnicamente magníficas en directo), mientras los de signo contrario o simplemente discrepante se ignoraban.
ACTUALIZACIÓN III. José Antonio Sorolla:
Al ser dos preguntas encadenadas, en el hipotético caso de que la consulta se celebrara, el resultado podría ser similar a la paradoja de Condorcet [2]. Supongamos que a la primera pregunta votara no un 40% y sí a tener un Estado un 60% y entre este segundo grupo los votantes de dividieran en un 40% contrarios a la independencia y un 60% favorables a ella. Pese a la aparente victoria independentista, esta no sería tal porque entre los partidarios de seguir como ahora y los favorables a la tercera vía (Estado federal o confederal sin secesión) serían mayoría.
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