LA FUERZA de la libertad: un estupendo artículo de Rafael Bardají y Florentino Portero:
Puede parecer curioso que el aniversario de la destrucción popular del muro no haya sido celebrado por una izquierda como la española, que se cree la reserva espiritual de la defensa de las libertades y la democracia. Ha tenido que ser una fundación conservadora como FAES, presidida por José María Aznar, la encargada de conmemorar tan feliz acontecimiento con un ciclo, «La revolución de la Libertad» con gentes como Adam Michnik, Helmut Kohl o Richard Perle, entre otros actores importantes de aquellos momentos. La explicación del retraimiento de la izquierda es bien sencilla: los cambios de 1989 no son fruto de sus esfuerzos. Lo son, en realidad, de la política de firmeza y superioridad moral que estableció Ronald Reagan en los 80. La izquierda le crucificó por robarle sus queridos estandartes y hoy sería el presidente más odiado en Europa de no existir George W. Bush.
Reagan actuó guiado por un principio básico: ningún gobierno que niegue los derechos de sus ciudadanos respetará los derechos de sus vecinos. De ahí su profunda desconfianza hacia los líderes de la URSS y su política de presión sobre Moscú, la principal amenaza del momento. George W. Bush no es muy diferente, sólo que su demonio es el terrorismo islamista. Bush está convencido de que la falta de libertad es la principal causa del terrorismo global, particularmente en el mundo árabe, veintidós países que sólo han conocido hasta ahora la tiranía, la corrupción y la teocracia. De ahí que crea que la libertad en esa parte del planeta mejorará la seguridad del mundo en su conjunto.
Su planteamiento más revolucionario no es, como suele decirse, la idea de acciones militares preventivas. John Lewis Gaddis ha dejado bien claro en su obra «Surprise, security and the American experience» que tal concepto tiene hondas raíces en la política estadounidense desde sus orígenes como nación. No, lo verdaderamente revolucionario de Bush es su visión de que para vencer al terror no basta con perseguir a los terroristas sino acabar, mediante el cambio de régimen, con los estados que les apoyan. Es más, Bush no busca sustituir a un Saddam, valga el caso, por otro dictadorzuelo en la estela de la doctrina de Lyndon B. Johnson de que «será un hijo de..., pero es nuestro hijo de...». Lo que pretende George W. Bush es democratizar el gran Oriente Medio, comenzando por Iraq. La empresa es loable, pero sus críticos no se han hecho esperar, particularmente en Europa. No es de extrañar, pues los europeos, con toda su historia y sabiduría, han sido incapaces de liberar o democratizar ningún país en ninguna parte. Los Balcanes hubieran seguido desangrándose de no ser por los americanos.
Los escépticos de la libertad argumentan que hay pueblos, razas o religiones donde la democracia no puede florecer. Además de ser un juicio racista, hay que recordar que ya hemos oído esa cantinela. Muchos otros ya avisaron de lo mismo sobre Francia, la Alemania post-nazi, el Japón del 45, la España franquista, la URSS, Centroeuropa y parte del sudeste asiático. En todos esos lugares sus ideas se han demostrado erróneas. Como dice Tony Blair, «la libertad no es un regalo americano al mundo; es un regalo de Dios a la humanidad». El ansia de libertad no es un valor occidental, es un valor universal. Es verdad que el mundo musulmán, donde no hay nada parecido al precepto cristiano de «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», plantea retos importantes. Pero también es verdad que hay países musulmanes donde la democracia, con todas sus imperfecciones, funciona. Incluso entre sus líderes religiosos hay división de pareceres. Y aquí conviene subrayar, por ejemplo, que la principal distinción entre los clérigos iraníes y los shiís iraquíes estriba en la convicción de estos últimos de que puede haber dos esferas, la política y la religiosa debidamente separadas.
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