jueves, marzo 09, 2006

ÁNGEL EXPÓSITO escribe sobre la maleta del legionario que viajó a Afganistán:
Cuando escribí este artículo estaba sobrevolando Afganistán. Exactamente, entre Kabul e Islamabad a bordo de un Hércules de la Fuerza Aérea, tras haber dejado una maleta en la taquilla de un legionario destacado en la Fuerza de Acción Rápida en Herat. Qué llevaba la maleta lo descubrí pronto, pero lo contaré al final.

La maleta pesaba lo suyo. Se cerró y empezó su viaje en Móstoles, ciudad dormitorio de Madrid, y volvió a abrirse en una litera de loneta. El padre del legionario echó la cremallera, el legionario la abrió y yo hice de cartero. Todo comenzó en la base aérea de Torrejón a bordo de un A-310, de esos que el Gobierno compró para las autoridades, con el ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, como anfitrión. La maleta voló en primera clase, y cuando se abrió el compartimento superior de equipajes de mano, ya estábamos en Abu Dabi, capital política de Emiratos Arabes Unidos. Dormimos en una lujosa habitación de un lujoso hotel en una ciudad de lujo absurdo. La maleta reposó sobre una moqueta de casi dos centímetros de pelo.

Al día siguiente, a 200 kilómetros/ hora por una autopista de ocho carriles, la maleta y yo llegamos a Dubai, ciudad con más lujo absurdo, si cabe, que en la escala anterior. Más moqueta en uno de esos hoteles de superluxury donde entran mujeres impactantes acompañadas, previo precio, en un país en el que la mayoría de ellas van cubiertas; billetes grandes de dólares USA...

De madrugada, la maleta cambió la moqueta por el palés de un avión Hércules que, sobrevolando el Golfo y atravesando el espacio aéreo de Irán, nos llevó a Afganistán. El viaje fue duro pero esperado. El madrugón, el ruido de las cuatro horas de Hércules, el asiento de lona y las montañas entre Irán, Pakistán y Afganistán, donde dicen que se esconden los más malos entre los malos... Todo impresionante mientras la maleta se acercaba a su destino. Sólo faltaba que tras aterrizar en la pista de la base de Herat -por llamarla de algún modo- el cartero lograse localizar al legionario o a uno de sus mandos. Y así fue, pero el legionario, tirador de elite, destinado en la torreta de un vehículo blindado, se encontraba en Qal-i-Naw cuando llegó su maleta, un pueblo infernal donde 160 soldados se afanan junto a la Agencia Española de Cooperación Internacional en arreglar puentes, conseguir agua y construir hospitales. Le di la maleta a un capitán de la Legión, que la dejó sobre su litera.

A los dos días, cuando el tirador legionario consiguió recorrer los 150 kilómetros entre Qal-i-Naw y Herat, tras nueve horas de viaje entre la nieve, entró en el barracón prefabricado, vio la maleta que le mandaba su padre - y que le llevé yo- y sonrió. Dentro había cientos de caramelos.

Durante la patrulla siguiente el legionario comenzó a repartirlos, uno a uno, niño a niño, con el chaleco antifragmentación bien atado, el arma en un brazo, el cargador a tope y el casco en la cintura.

Y cada niño cogió su caramelo como si le hubieran dado un tesoro, a la vez que el legionario repartía con un ojo y miraba a su alrededor con el otro. Yo regresé a Madrid, tras pasar por Kabul, Islamabad y Damasco, ya sin maleta extra en mi equipaje y satisfecho de haber sido cartero.