sábado, julio 29, 2006

POR CIERTO que comprobando si funcionaban las webs hackeadas he visto este artículo de Albert Esplugas que, francamente, me ha sorprendido. Porque es el primer artículo de Albert con el que no sólo no estoy de acuerdo -algo que pasa a menudo, como él sabe bien-, sino que creo que su argumentación hace aguas particularmente en los dos primeros párrafos. En muchas otras ocasiones me descubro ante su capacidad argumental y expositiva, tan poco habitual en personas tan jóvenes como él. Digamos que aunque no siempre comparta sus tesis, entiendo y respeto la argumentación. Él lo sabe, porque se lo he dicho personalmente.

Desgraciadamente no es este el caso; en su afán por poner en evidencia las debilidades de los halcones liberales, escribe:
Muchos padecen lo que podríamos denominar síndrome de Jekyll y Hyde en lo que respecta a la intervención del Estado dentro y fuera de sus fronteras: son radicalmente anti-estatistas en política doméstica, pero en cuestiones de política exterior se vuelven fervientemente pro-estatistas, clamando por la intervención del Estado con el mismo énfasis con el que antes la criticaban. Lo sorprendente es que no entrevean lo contradictorio de sostener ambos planteamientos simultáneamente.

En política interior resulta que el Estado es el enemigo. Hay que limitarlo, reducirlo o desmantelarlo, nos impone injustas restricciones, confisca nuestras propiedades y es inherentemente incapaz de gestionar de forma eficiente los recursos que incauta. Sospechamos de sus intenciones, no damos crédito a sus promesas y sabemos distinguir entre el Estado y la sociedad civil. Pero en política exterior los enemigos están en otra parte, por doquier, y es el Estado nuestro principal aliado. Ya no hay que limitarlo o reducirlo, sino expandirlo. Tiene que intervenir aquí y allí para promover la democracia, lanzar ataques preventivos para sofocar posibles amenazas, reconstruir naciones enteras y poseer bases militares en todas las regiones del mundo. Lejos de sospechar de sus intenciones creemos sinceramente que aspira a protegernos. No desconfiamos de sus declaraciones ni de sus promesas, antes al contrario, arremetemos contra aquellos que las ponen en duda. El Estado y la sociedad pasan a ser una misma entidad, no es el gobierno el que está en guerra sino "nosotros", el país entero, y no luchamos contra un gobierno foráneo sino contra la "nación enemiga". De pronto el Estado se vuelve también eficiente, no puede planificar exitosamente el sector eléctrico pero sí puede planificar guerras y reconstrucciones nacionales. Tan virtuosa deviene la causa del intervencionismo militar que debemos estar dispuestos incluso a soportar "temporalmente" más impuestos y a sacrificar parte de nuestras libertades civiles. De este modo el mayor y más violento de los programas estatales ya no se considera una imposición con efectos no intencionados y potencialmente devastadores, sino una actuación necesaria y justa en aras del interés general. ¿Es éste un planteamiento coherente? Por supuesto, como señala Lew Rockwell, esta paradoja no es exclusiva de "la derecha". "La izquierda" peca exactamente de lo mismo, aunque en sentido inverso: en política exterior el Estado es una máquina brutal al servicio de intereses especiales que sólo conoce la destrucción y la injusticia, pero en política interior el Estado se preocupa por la gente, contribuye al bienestar colectivo y si no es más justo es por falta de fondos y atribuciones insuficientes.
Aparte de los hombres de paja que se otean en el horizonte de esa caricaturización del liberalismo guerrero, Albert ve una contradicción en lo que no es más que una de las diferentes corrientes del liberalismo. Albert sabe perfectamente que hay una línea teórica según la cual el estado debe quedar circunscrito a la justicia, el ejército (precisamente), y poca cosa más. Se podrá estar de acuerdo o no con esa corriente, pero lamento decir que la combinación entre distorsionarla primero hasta extremos grotescos y luego endosarle una contradicción que sólo es posible tras esa distorsión, no se corresponde a la altura intelectual habitual de Albert.

En cualquier caso quiero que conste que no pretendo iniciar una batalla blogosférica de esas que tanto se gastan ahora y que acaban en desmadre. En absoluto. Sigo y seguiré apreciando -y leyendo- lo que vaya escribiendo, que estoy seguro será mucho.