Parece obvio pensar que la consolidación del Estado de Bienestar pueda llevar aparejado un sistema impositivo capaz de mantenerlo y que, en esa misma línea de razonamiento, una parte de la sociedad, la que conforma la minoritaria clase privilegiada, haya de soportar una serie de sacrificios consecuencia del objetivo irrenunciable de una equilibrada distribución de la riqueza ¿Sucede esto en nuestro país? Permítanme que lo ponga en duda. La corrupción, el fraude fiscal y la perpetuación de la descomunal estructura del Estado, entre algunos que otros factores, conducen, irremediablemente, a que el Estado no cumpla una de sus principales misiones, la de hacer más igualitaria la sociedad y más equitativa la forma de vida de sus ciudadanos. Hasta ahí, mala cosa. Pero como dice el consagrado principio de la incompetencia, la cosa puede ir a peor. Es decir, que el Estado no sólo no redistribuya la riqueza sino que se apropie de ella para paliar y hacer frente a las consecuencias de las equivocadas decisiones de los políticos.
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