DURO EDITORIAL DE EL PAÍS:
Convertir en adivinanza un eventual relevo a la cabeza de una de las principales fuerzas políticas del país, o del Gobierno, constituye una incomprensible ligereza. Mucho más cuando quien lo hace es el inquilino de La Moncloa y secretario general del partido que encarna la opción mayoritaria en la izquierda española. Tras la última remodelación del Gabinete, Zapatero se ha empleado en propagar unos rumores que, por otra parte, aseguraba querer desmentir. Porque los rumores inevitablemente se propagan cuando un jefe del Ejecutivo acosado por la crisis económica y castigado por las encuestas responde con ambigüedad, más frívola que calculada, a las preguntas sobre su continuidad, según ha venido haciendo hasta ahora Zapatero.
Como presidente y como secretario general de los socialistas, Zapatero está en su derecho de dejar paso a otros líderes de su partido si lo cree conveniente. Pero no de llevar a cabo su decisión como si fuera parte de un juego privado, no de una decisión trascendental que afecta a las instituciones, a la credibilidad del país ante las incertidumbres de la crisis y, también, a los millones de ciudadanos que le dieron su voto. Su particular forma de Gobierno durante los años de bonanza no puede dejar paso a un desprecio de formas elementales en un sistema parlamentario cuando el clima se le ha vuelto adverso. Ni su entorno familiar ni su secreto confidente en el partido socialista están ni más ni menos preparados que la opinión pública para conocer su decisión de continuar o retirarse. Los ciudadanos no son niños a los que hay que entretener con señuelos y trampantojos, sino titulares de una soberanía política cuya representación han depositado en él.
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