[C]asi cada semana salen a la luz nuevos casos de corrupción cuyos protagonistas, de todos los partidos que han alcanzado algún poder político, son reprobados por sus oponentes. Al tiempo, los presuntos comportamientos irregulares o corruptos son minimizados por los correligionarios del protagonista de cada caso.
Así, en la ciudadanía se ha extendido la idea de que la responsabilidad la tiene “el sistema”, que todos los políticos son corruptos, que incluso los políticos forman una “clase política”, una “casta” diferenciada del común de los españoles, privilegiada y corrupta.
La reacción habitual de los políticos ante el conjunto de casos o investigaciones judiciales ha tenido dos variantes. La primera es el apoyo incondicional a los propios y ataque a los ajenos, hasta el punto de que la frase “poner la mano en el fuego” se ha convertido en un contenido habitual de los periódicos (y en motivo de chanzas como que la defensa de la sanidad pública está motivada principalmente por las unidades de quemados). La segunda, indirecta, es afirmar que el comportamiento de los políticos no es sino una muestra representativa de la sociedad española. De la cultura madre de Rinconete y Cortadillo, Pablos el Buscón, el Lazarillo de Tormes y en general del género de la picaresca.
No estoy en absoluto de acuerdo con esta interpretación. Entiendo que las élites políticas en España son el resultado de un proceso progresivo de autoselección.
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