Los humanos somos una especie con muchos defectos, pero la modestia no está entre ellos. Desde siempre hemos tenido una elevada opinión de nosotros mismos y de nuestras obras y talentos. Hasta el punto de bautizarnos a nosotros mismos son el pomposo y reiterativo nombre de Homo sapiens sapiens: en latín, humano sabio sabio (por si no quedaba claro con decirlo una vez). Somos muy conscientes de nuestras facultades, sobre todo de aquellas que nos separan del resto del reino animal y de los demás seres vivos, y no solemos pararnos en las semejanzas que nos unen a ellos. Estamos orgullosos de pertenecer a una clase superior y diferente se ser vivo que se distingue por su capacidad intelectual, y que está separado por una profunda zanja del resto de la naturaleza. Porque la especie humana está sola, aislada en lo que (nosotros) consideramos como el culmen de la perfección, que es la inteligencia. Y sin embargo es una situación anómala: durante la mayor parte de nuestra evolución biológica hemos compartido el planeta con otros muy parecidos a nosotros, pero diferentes. La humanidad no ha sido una, sino muchas, hasta hace muy poco. El descubrimiento de una nueva especie en Koobi Fora, Kenya, no hace más que subrayarlo.
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